
Estructura de hierro de la Estación de Francia
Hemos tratado en Barcelona distintos ejemplos de lo que supuso la introducción del hierro en la construcción, sobre todo, de equipamientos y grandes obras para las exposiciones internacionales. Las obras más evidentes llegan en Barcelona de todo el programa de construcción de mercados que se produjo desde finales del siglo XIX, con los mercados del Borne y de Sant Antoni a la cabeza, totalmente desproporcionados frente a las necesidades reales, pero unos auténticos hitos para la época. De éstos mercados mercado ya hablamos en sus propias cartas, así como del origen de esta tipología arquitectónica, que permitió abaratar costes de construcción, superar con creces las limitaciones técnicas asociadas a otros materiales, y limitar uno de los riesgos más comunes de la época, el fuego. Pero más allá de estas condiciones aparece un nuevo factor, que queda evidenciado en otra de las grandes obras de Barcelona: la Estación de Francia.
El problema derivaba de una situación que podríamos decir estética, o incluso mejor, representativa. La arquitectura, sobre todo cuando trabajaba para los estamentos de poder, siempre ha cumplido una función fundamental, ha debido representar la grandeza o los interese de quienes la promueven. Esto ha sido así desde que la «ciudad» existe, desde en sus precedentes más tempranos, hasta la actualidad, en donde no es extraño que los arquitectos de prestigio sean un objeto fetiche de muchos políticos o grandes empresarios. Pues bien, ¿qué pasaba con esta representatividad en una época en la que las grandes ciudades se convertían progresivamente en el “centro” del mundo, a lo largo del siglo XIX? Pues que cada una necesitaba una serie de edificios emblemáticos que diesen buena cuenta de la riqueza de la misma, y de donde se encontraban los centros y equipamientos más importantes. En este contexto de industrialización creciente las comunicaciones, sobre todo ferroviarias, estaban asumiendo una importancia capital para el desarrollo de las grandes urbes, y existía un elemento que no quedaba muy claro cómo podría resolverse, las estaciones o terminales de llegada de ferrocarriles. Al fin y al cabo si hablamos de una terminal central no solo estamos hablando de un punto de estacionamiento de trenes, sino de la nueva puerta de entrada a la ciudad, con todo el valor simbólico que ello puede implicar.

Estación de St. Pancras en Londres: soluciones antiguas para nuevos problemas.
Sobre esta idea, encontramos que un lenguaje tan representativo como la arquitectura necesita de ciertos códigos que permitan identificar un elemento u otro, y no se disponía de ninguno que no fuese una imitación de los elementos más clásicos. La solución habitual para las estaciones ferroviarias desde que éstas aparecieron en el segundo tercio del siglo XIX era la de construir en el lateral de las vías, una estación adyacente en forma de edificio de mayor o menor tamaño que alojase distintos servicios. En cierta medida esta tendencia se mantuvo, con ejemplos exuberantes como el edificio neogótico adjunto a la estación de Sant Pancras en Londres. Pero es en este punto donde volvemos de nuevo a la arquitectura de hierro, que fue la solución a este problema no sólo práctico, en tanto a que las enormes luces que cubrían las nuevas estructuras permitían cubrir el amplio número de vías de llegada, sino también representativo, en donde la llegada a estos espacios ya generaba un efecto impactante. La Gare de l’Est de París fue la primera estación que se centró en este formato para alojar la llegada de pasajeros, en donde las grandes estructuras de hierro pasaban a ser soluciones formal y monumentalmente ideales para el problema propuesto. Prácticamente en el otro extremo de la línea temporal a la estación francesa, Barcelona dispone de uno de los últimos ejemplos de este tipo de solución,, la Estación de Francia, valga la redundancia.

El hierro aporta una solución estética y funcional para cubrir los grandes espacios de los andenes.
El proyecto de la estación de Francia nace para sustituir la ya envejecida estación de la que había sido la primera línea de ferrocarril en España, que desde 1848 conectó Barcelona y Mataró. Ya en la exposición de 1888 quedaba claro que la ciudad no había conseguido una estación a su altura (o por lo menos a la altura que desde dentro se le atribuía). Las propuestas para una nueva estación comienzan a finales del siglo XIX de la mano de Eduardo Maristany, el Marqués de Argentera. Recibió un nuevo impulso cuando surgió la idea de celebrar una nueva Exposición industrial en 1915, y se retrasó con esta hasta su celebración en 1929. Con las bases del proyecto establecidas se celebraron dos concursos, en 1922 y en 1924, uno para realizar el proyecto arquitectónico, y otro para la ejecución de las cubierta metálicas que cubrirán la estación. El primero lo gana Pedro Muguruza, quizá más conocido por ser el principal diseñador del Valle de los Caídos, el mayor monumento para honrar la victoria franquista en la Guerra Civil. Pero más allá de este espíritu profascista del arquitecto nos encontramos que la resolución de factura clásica (no en vano su proyecto se llamaba Palladio) que le da al conjunto cumple con todas las expectativas de una obra de este tipo. La fachada del vestíbulo está compuesta mediante una tríada de arcos de gran tamaño con las entradas cubiertas por tres mamparas metálicas, y a los dos laterales, los cuerpos de los edificio de oficinas, un poco más avanzados en la línea de fachada, cierran la simetría del conjunto. En el interior la espectacularidad se mantiene gracias a la amplitud del vestíbulo de 72 x 17 m. aprox., y una altura de casi 20 m. en el punto central de cada una de las tres cúpulas que cierran la cubierta, combinado por el acceso de la luz natural.

La fachada se resuelve acudiendo a formas más clásicas.
Al diseño de Muguruza hay que sumar el rediseño de Durán i Reynals junto con Pelai Martínez del vestíbulo y el restaurante, y la decoración de raíz art decó de Eduard Perxes, encargada más tarde en tanto a que el proyecto original parecía algo sobrio para los empresarios de la época. Finalmente los más de 92 m. de andenes se cubrieron gracias, una vez más, a la producción propia de la ciudad, en tanto a que el segundo concurso antes mencionado lo ganó la Maquinista Terrestre y Marítima. La propuesta de sus ingenieros dividía el ancho mediante un apoyo central para que dos filas de arcos rebajados.

El vestíbulo es todo un alarde de grandiosidad.
Es esta monumentalidad de la que hablamos probablemente uno de los principales activos que permite a esta estación seguir en funcionamiento. Con solo el 3% de los pasajeros de cercanías y el 7% de los pasajeros de media distancia de Barcelona, su transformación para abrir la conexión entre la Ciudadela y la playa es una idea continua en la mente de los últimos alcaldes. Por ahora su protección como Bien de Interés Local, y la espectacularidad de su espacio interior, que puede medirse en que es una de las dos únicas estaciones que ADIF (empresa ferroviaria) alquila para rodajes, con unos beneficios de 170.000 euros en 2017. Como poco y por ahora más vale intentar bajar de vez en cuando en esta estación, y ya de paso tomarse un bocata en su grandilocuente restaurante, que además están bastante buenos.

El comedor tampoco se queda atrás.
Material:
- Segura, Cristian (04/06/2018) “La estación de Francia, un templo ferroviario de barcelona en peligro” El País: https://elpais.com/ccaa/2018/06/03/catalunya/1528027606_777876.html
- Roth, Leland (1999) “Entender la arquitectura: sus elementos, historia y significado”. Gustavo Gili. Barcelona
- García Benet, Héctor (2010) “Estación de Francia: historia y arquitectura” (Memoria PFC). Barcelona: UPC