PARQUE DE LA CIUTADELLA

En el siglo XIX, una de las edificaciones más rechazadas por la sociedad de Barcelona era la «Ciudadela», una construcción militar levantada sobre uno de los barrios de la ciudad después de la derrota en la Guerra de Sucesión. Su demolición dio pie al diseño de uno de los grandes parques de Barcelona, de hecho, el más grande inserto en la trama urbana de la ciudad. Pensado desde el comienzo como un espacio, no solo de reposo, sino también de divulgación del conocimiento científico.

El proyecto original de Josep Fontseré se encargó de diseñar tanto el parque como dotar de edificaciones de servicios el entorno del mismo. El aspecto actual es una combinación de la propuesta del ingeniero y las modificaciones que se realizaron tras la decisión de que sería en este punto donde se iba a celebrar la Exposición Internacional de 1888. Fontseré se negó a modificar su proyecto, por lo que el arquitecto Elias Rogent tomaría las riendas del diseño, adaptándolo a las nuevas necesidades y colaborando con otros arquitectos, como Domenech i Montaner, para diseñar los edificios interiores. En un proceso boyante de abandono y reforma, el parque pasa de nuevo por un cierto inpasse de olvido y ausencia de funcionalidad como equipamiento, pero todavía es representativo de un momento central en la historia de la ciudad.


 

ORIGEN

La Ciudadela de Barcelona fue la mayor venganza que se tomó Felipe V contra la ciudad que más había resistido frente a su coronación durante la Guerra de Sucesión dinástica. Derribando uno de los barrios más concurridos de la ciudad medieval, el ingeniero Prosper Verboom se encargaría de diseñar la enorme fortaleza, que a partir de 1715 fue el símbolo más evidente de dominación Borbónica. Los intentos de derribarla se sucedieron a lo largo de sus 150 años de historia, las peticiones oficiales del ayuntamiento en 1794, 1840, 1841, 1842, y 1862 para llevarlo a cabo fueron rechazadas, y hubo incluso un intento unilateral con la participación de voluntarios para derribarla en 1842. Con las Cortes formadas tras la revolución de 1868, el general Prim autorizó por fin la demolición del conjunto, cediéndolo a la ciudad con la doble condición de construir un gran parque urbano en la mayor parte del terreno liberado y que fuese el propio consistorio el encargado de costear tanto los gastos del derribo, como los posibles pagos a quienes alegasen y demostrasen derechos de propiedad previos a la construcción de la fortaleza.

En realidad, el derribo de la Ciudadela era algo que quedaba ya asumido en todas las propuestas que se habían presentado diez años atrás para el concurso del ensanche de Barcelona. Los distintos proyectos daban por hecho que la fortaleza sería demolida tan pronto como comenzase el proceso de expansión de la ciudad. Esta suposición da buena cuenta de los primeros intentos de resolver el que sería un gran espacio de conexión entre la nueva y la vieja urbe, al que se le añadió la obligación de incluir un gran parque público, que no estaba presente en el proyecto de Cerdá, que era el que estaba en ejecución y que por lo tanto marcaba ya ciertas líneas de diseño. Además de todo esto, este espacio de conexión debía dar cabida a parte de las actividades que se venían desarrollando en la explanada que conectaba ciudadela (conocida como Paseo Nuevo o de San Juan) y la trama urbana contigua, que se había convertido en uno de los espacios de paseo preferidos en la ciudad. 

Desde el mismo momento del anuncio del derribo comenzaron a surgir propuestas en forma de anteproyectos presentados en los medios de comunicación o por parte de iniciativas privadas. Ermengol Támaro, Miquel Garriga y Roca, o el ingeniero Josep Fontseré i Mestres fueron algunos de los que presentaron estas ideas preliminares. Finalmente, en 1871, a partir de la formación una comisión presidida por el regidor Francesc Rius i Taulet y encargada de elaborar la propuesta de adjudicación del proyecto, se decidió organizar un concurso público de cara a seleccionar la mejor propuesta.  El proyecto ganador será el de Josep Fontserè, con un lema que bebía directamente de las corrientes higienistas y organicistas del momento, y es fácil encontrar referencias todavía hoy a él: “Los jardines son a la ciudad lo que los pulmones al cuerpo humano”. Más un lema publicitario que una analogía válida, no cabe duda que es una idea que aún hoy muchos comprarían. Frente al diseño algo más elaborado del italiano Carlo Maciachini, que no tenía en cuenta la conexión con el proyecto de Cerdá (y ya de paso no hacía ni caso de una parte de las bases legales del propio concurso), el ingeniero catalán mostraba mayor conocimiento de las condiciones previas del entorno. No hubo demasiados participantes más, de hecho, en un primer momento a ninguna de las tres propuestas presentadas se les concedió premio alguno. Fue un año después, en contra de las críticas de la comisión de evaluación de los proyectos que entendía que ninguna de las ideas presentadas era merecedora el primer puesto, el ayuntamiento tomó la mejor valorada. El problema radicó en que las propias bases del concurso no ofrecían garantías de cara al autor del proyecto, pudiendo encargar la dirección de obras a cualquier otro técnico, como en última instancia sucedería.

Al principio sí que sería el mismo Fontseré el encargado de dirigir el inicio de la construcción, comenzando por el espacio de la antigua Explanada. Ésta zona daría cabida al futuro mercado del Borne, una plaza en torno a él y a una serie de parcelas en venta para sufragar los costes del parque. A partir de aquí el avance de las obras fue bastante lento: por un lado en 1874 acabaría el periodo liberal, ya de por sí caótico, y se reinstauró la monarquía borbónica complejizando la situación política; y por otro, las demandas de los herederos de quienes habían sido despojados de sus terrenos por Felipe V, impedían el correcto desarrollo de las obras. Pese a las dificultades se consiguieron finalizar bastantes elementos, permitiendo que, el pronto desplazado Fontseré i Mestre, tuviese bastante protagonismo dándole la forma general al parque. Éste conectaba, a través de un sector semicircular que unía dos vías paralelas, las dos avenidas principales que acababan en el parque, el Paseo de Sant Joan, y la Meridiana, enlazando así con la trama de Cerdá. A la vez, diseñó una serie de dotaciones que debían cumplir con los preceptos educativos para el pueblo que se atribuía al diseño de grandes jardines en el XIX (museos, galerías, zonas de recreo…). Para conseguir todo esto el proyecto eliminaba cualquier resto o recuerdo de lo que había sido la anterior fortaleza.

En el centro del parque, antes de que se decidiese mantener una parte de las construcciones militares, había de construirse el edificio más imponente: sobre un edificio base octogonal de estilo neoclásico, se levantaría una estructura metálica en forma de cruz (similar al mercado de Sant Antoni) para dar cabida a un amplio espacio multiusos centrado sobre todo en mostrar los éxitos de la industria catalana. La idea de conservar el arsenal, la casa del gobernador y la antigua parroquia de la fortaleza acabaría con el gran edificio diseñado por Fontseré, primera parte del proceso que llevaría a su salida para la celebración de la Exposición Internacional.

Plano de Barcelona y sus murallas en 1806

Planta de la fortaleza diseñada por Próspero de Verboom

Grabado de los inicios del derribo de la ciudadela, con la Torre de Sant Joan. Fuente

Sector del plano de Cerdá que ocupará el futuro parque.

Proyecto de parque del arquitecto italiano Carlo Maciachini

Propuesta de Josep Fontseré para el concurso

Con todo el entorno derribado, se conservaron la iglesia y otros dos edificios de la antigua ciudadela

 

EXPOSICIÓN DE 1888

La idea de la Exposición Universal acompaña a uno de los mayores auges de la economía catalana, que más tarde se conocería como la Febre d’Or. El crecimiento de la exportación de vino y aguardiente catalán que acompaña a las pérdidas de viña en Francia durante la década de 1870 (por las enfermedades vinculadas a la aparición de un insecto, la filoxera), sumado a otros factores  impulsó las inversiones en el sector industrial metalúrgico y textil, a la par que una buena cantidad de bancos se encargaron de ir inflando una burbuja especulativa en torno al crédito. Pese a la crisis, esta expansión industrial generaría en la burguesía cierta voluntad de tratar de poner a Barcelona en el mapa mundial, y una manera de hacerlo siguiendo los cánones internacionales de la época, era la celebración de una exposición en el interior de la ciudad, como ya lo habían hecho otras grandes urbes industriales.

Pero lo curioso es que si esta voluntad general existía en Barcelona, la idea práctica deriva de una hombre bastante peculiar: Eugenio R. Serrano, exmilitar gallego, y en el momento de la propuesta, testaferro de un grupo internacional que se dedicaba a montar exposiciones a demanda. En 1886 tomó los mandos de la propuesta, pero el problema era que resultó más capacitado para prometer que para materializar lo prometido. Además de asegurar que se adelantaría a la torre Eiffel (que nunca fue planteada para Barcelona, como suele correr en una leyenda sin ningún tipo de prueba) construyendo una torre  de 200 metros de altura, garantizó no necesitar dinero público, sólo la cesión del terreno y los derechos de explotación. Al año ya había solicitado varias subvenciones, se mostraba incapaz de definir correctamente la mayor parte de los edificios que darían cabida a la exposición y los que estaban definidos presentaban importantes deficiencias estructurales. El Ayuntamiento de Barcelona le forzó entonces a renunciar al proyecto. Las dudas sobre la viabilidad de la exposición fueron in crescendo, no sólo por el primer intento fallido, sino que se sumaba la explosión de la burbuja bancaria generada previamente, el contexto de crisis económica, y lo que se entendía como una falta de capacidad de la industria local para demostrar algo frente a las potencias industriales extranjeras. Sólo gracias a (o por culpa de) la intervención del alcalde Rius i Taulet la idea pudo prosperar, ya que convenció tanto al gobierno central como a parte de la oposición local, comandada hasta el final por Valentí Almirall, de que el proyecto sería tanto posible como viable.

Una vez que se apartó de la ejecución de la ciudadela tanto a Fontsere como a Serrano, se le encargó que dirigiese los cambios a uno de los arquitectos más respetados de Cataluña, Elias Rogent. Para medir la repercusión de ese momento, hay que entender que Rogent no solo se encargaría de diseñar el que sería el escaparate industrial de la nueva Barcelona, si no que al mismo tiempo también estaba restaurando el edificio de referencia para el romanticismo catalán (y por lo tanto de gran relevancia política para el momento), el monasterio de Ripoll y construyendo la sede central de la Universidad de Barcelona. Esta situación ideológica entronca con la transformación que le quiso dar el arquitecto a la concepción de la exposición: de una organización encargada a un promotor que actuaba bajo las órdenes de empresas proveedoras extranjeras, a un intento de transformar las obras en una toma de posición de la capacidad creativa local frente al mundo. 

La cuestión es que este planteamiento no podía pasar por el trabajo, vinculado a otros eventos similares, con grandes estructuras de hierro, un campo constructivo alejado de las posibilidades operativas para la industria catalana frente a las demás economías industriales (y que quedarían sublimadas en la exposición de 1889 en París). Frente a esta incapacidad, la lógica planteada por Rogent pasaba por la evolución del lenguaje arquitectónico en base al desarrollo tipologías constructivas tradicionales ajustadas a los nuevos requerimientos industriales y tecnológicos. En última instancia, se pretendía demostrar la capacidad de generar un lenguaje estético propio que resolviese los problemas de la época industrial, combinando el uso de los nuevos materiales con formas derivadas de la tradición constructiva catalana. Así, esta exposición se transformó en el preludio de un nuevo movimiento estético: el modernismo. Gaudí ya se había acercado bastante a esta pretensión, pero el gran protagonista por sus diseños puntuales en este caso fue Lluis Domenech i Montaner, que impresionó con sus propuestas para el hotel internacional en la zona del puerto (derribado al finalizar la exposición), y el restaurante de los tres dragones construido en el mismo parque de la Ciudadela.

Además de dotar de nueva dirección formal e ideológica a la exposición, con la toma de control municipal vino la extensión de la superficie destinada a la misma. La propuesta de Serrano se limitaba al entorno del Palacio de la Industria, planteando el parque como terreno a construir, y utilizando estructuras desechables de calidad más que cuestionable (una se cayó por el empuje del viento). Rogent extendió la exposición a todo el parque, recuperando los edificios que restaban de la fortaleza como parte de las instalaciones y transformando el conjunto en parte de la muestra. El trabajo de urbanización mejoró todo el entorno hasta la estatua de Cristóbal Colón diseñada por Gaieta Buigas para la ocasión. Finalmente la superficie se alargó en el tramo final del Paseo de Sant Joan, cerrandolo a la altura del palacio de justicia por un gran arco del triunfo monumental de inspiración romana. Esta parte quedaría definida como un gran salón de entrada a la exposición al aire libre, com viviendas porticadas a ambos lados, seis líneas de árboles y las farolas diseñadas por Pere Falqués. Un parking subterráneo construido en 1967 transformaría la fisonomía de la avenida a como hoy la conocemos.

Cartel con los distintos espacios que acogerían la Exposición de 1888

Vista aérea de la exposición construida, con Rogent como principal director

El Hotel Internacional fue una de las mayores obras de la expo, diseñada por Josep Domènech i Montaner

El paseo que conecta el parque con la torre Colón, erigida para la ocasión, también fue objeto de intervención.

El «Saló de Sant Joan» actuaba como el hall de entrada…

… y como puerta Josep Vilaseca diseñó el conocido arco del triunfo.

Edificios como el Palacio de Bellas Artes o el hotel antes mentado, fueron desmontados tras la expo.

 

EL PARQUE HOY

¿Y qué queda hoy de la sucesión de proyectos que se ejecutaron en el parque de la Ciudadela? Pues en realidad como mínimo es posible encontrar una pequeña muestra de cada época, aunque predomine claramente el trabajo realizado por Fontseré. La trama general del parque se mantiene desde la selección de la propuesta ganadora, y son varios los elementos que tuvo tiempo de ejecutar el ingeniero. De entre sus propuestas cabría destacar la construcción del umbráculo, una estructura de hierro que cubre una selección de plantas que necesitan mayores niveles de sombra y que configura parte del programa educativo del parque. Alineados con este encontramos las otras tres principales construcciones de la zona, dos que obedecen a la idea presentada por Fontseré, y un tercero con origen en la exposición de 1888. En orden desde el umbráculo, se suceden el museo de geologia Miguel Martorell, rediseñado por Antoni Rovira i Trias en un estilo marcadamente clasicista; el invernáculo, también diseñado por Fontseré en origen pero construido por Josep Amargós i Samarach, en esta ocasión para presentar una selección de plantas que necesitaban mayores temperaturas; y finalmente, la que podría considerarse la mejor obra de la exposición, el castell dels tres dragons, del arquitecto Lluis Domenech i Montaner, que se entiende muchas veces como el primer ejemplo de la nueva tendencia arquitectónica que derivaría modernismo catalán. En realidad, el edificio sigue más bien la tendencia medievalista que ya había empezado a definir Elias Rogent, quien pretendía ir dándole forma a una arquitectura de raíces locales, como expresión del movimiento del catalanista.

Otro de los puntos más característicos del parque lo encontramos en la esquina norte, en el encuentro con la avenida Meridiana: la cascada monumental. Esta obra, también de Fontseré, pasó por una serie de ampliaciones antes de acabar convertida al gran formato barroco, copia de otros proyectos franceses vinculados al estilo segundo imperio, como la fuente del Palau de Longchamps en Marsella. En origen, el diseño planteado se limitaba a un lago y una pequeña gruta artificial practicable de corte naturalista que ocultaba un depósito en su interior. La intervención de algún miembro del ayuntamiento provocó que el ingeniero ampliase su proyecto, acabando con una solución totalmente desproporcionada respecto al espacio que ocupa en el parque. En todo caso durante un tiempo conservó esa gruta originaria, inserta dentro de la escalinata por la parte trasera, que además daba acceso a una gran pecera en la parte superior. En relación al abastecimiento de esta cascada y otros servicios acuáticos del parque, Fontseré diseñó uno de los espacios más curiosos y espectaculares asociados al parque, un enorme depósito de agua hoy transformado en la biblioteca de la Universidad Pompeu Fábrega.

Más allá, solo cabe recordar dos grandes intervenciones, ya que después de la exposición la ciudad quedó en un estado económico que no permitió ni continuar con el programa divulgativo, ni siquiera mantener una conservación decente. De este programa el único paso conseguido fue la destinación de la superficie de las que habían sido las grandes naves de la exposición a la apertura de un zoológico en 1892, y básicamente gracias a la quiebra de un empresario privado que provocó que cediese su colección de animales. Con una gran ampliación años más tarde, el futuro actual del zoo está bastante cuestionado por la forma de entender nuestra relación con los animales. Tras esto el parque pasó por un tiempo bastante desolador, en donde se llegó a permitir la instalación de un parque de atracciones que, aunque no favoreció precisamente su conservación, fue un éxito temporal. 

Jean-Claude Forestier, y posteriormente Nicolás Rubió i Tudurí, se encargarían de mejorar el parque para la exposición de 1929, a partir de este punto lo más reseñable es como se ha ido ampliando el programa escultórico hasta llegar a nuestros días, con algunos espacios todavía necesitados de una vuelta de tuerca. El problema de su estado actual es la ausencia de programación más allá de darte un paseo, en donde la evidencia más clara es el pésimo estado de conservación de los cuatro edificios con los que hemos abierto este apartado. Un parque que pese a la continua afluencia de turistas y autóctonos, lleva años a la espera de una actualización.

Vista aérea del proyecto de Fontseré, que marca las directrices generales del proyecto final.

El interior del umbráculo, inaccesible actualmente.

Del museo Martorell, sólo quedan algunas piedras de muestra en la entrada.

El depósito de aguas del parque, cuyo interior transformado en biblioteca es digno de ver.

El estado de conservación de los distintos elementos es bastante pobre.

Vista aérea del parque, que no deja de ser un reto para la ciudad en términos de patrimonio.

 

horario

Lunes a domingo: De 8.00h a 22.30h

precio

web

Información del Parque: www.barcelona.cat

Castillo de los tres Dragones/Museu Martorell: museuciencies.cat

¿Dónde comer?

Bubar: Cafetería de lo que suele llamarse street food. Hamburguesas, bocatas, wraps…

Chen ji: Más cercano al Arco del triunfo. Uno de los restaurantes con más afluencia de la comunidad china local.

Ikibana: comida fusión japonesa-brasileña. Hay que llevar la cartera preparada.

OBSERVACIONES

  • ¿MERECE UNA VISITA? Desde luego, a pesar del relativo abandono de las edificaciones que forman parte del parque, esto no hace que decaiga su interés. Los días de buen tiempo tiende a ser un espacio de lo más variopinto, el favorito de los malabaristas probablemente.
  • Los edificios del parque forman parte del museo de las ciencias de la ciudad, y actualmente están en reforma.