El primer uso humano que se tiene documentado del espacio que actualmente ocupan las atarazanas tiene poco que ver con el mar, y es que las investigaciones arqueológicas sacaron a la luz una necrópolis romana de entre el siglo I y VI d.C. La reserva del espacio para su función naval se había vinculado a las intenciones de conquista y de asentamiento del dominio catalán de Jaume I, pero actualmente se le atribuye su promoción a Pere “el Gran” y a su política expansionista en el mediterráneo.
La construcción naval viene de antes en la ciudad, pero ésta se organizaba al aire libre, en frente de la primera muralla medieval en la que se conocía como playa del Regomir. Llevándose a cabo las labores de mantenimiento y construcción directamente sobre la arena. La necesidad de protección llevó a transportar la producción a un recinto construido para tal propósito, que para empezar constaría sólo de una primera crujía de arcadas, y un espacio cerrado cercado por muros de cara a defender el interior de posibles saqueos. A medida que se fue techando se ampliaron el número de pórticos como más adelante veremos en la descripción de la arquitectura del espacio. Así, en el siglo XIV encontraríamos un espacio cerrado muy similar a la nave central actual, con un patio trasero adosado: un rectángulo rodeado además por seis torres que se encargaban de la defensa del edificio.
Cabe decir en torno a la gestión del conjunto, que frente a la autonomía que la ciudad de Barcelona tenía frente al rey, la propiedad real de las atarazanas condicionaría en cierta manera su expansión. La segunda muralla medieval, que en principio pretendía proteger exclusivamente lo que es actualmente la parte norte del Raval, acabó llegando hasta el mar a petición de Pere III, para así proteger también el edificio. Esta idea contradice la historia tantas veces repetida pero descartada, que defiende que la ampliación de las murallas tuvo en cuenta la protección de un espacio de cultivo, en tanto que realmente se trató de un acuerdo entre el rey y el Consell de Cent de cara a afianzar la protección del edificio. Sea cual fuere el motivo, lo que sí está comprobado fehacientemente es como cambio de ésta maniobra de ampliación, el rey concedió a la ciudad (que iba a correr con el gasto de construcción de la muralla a través del gasto gestionado por el Consell de Cent) cierto poder sobre el arsenal.
El espacio construido fue ampliándose según las necesidades con el paso de los siglos. De hecho, del original medieval sólo se conservaron dos pórticos (los más cercanos al mar), dado que las seis primeras crujías se derribaron en el siglo XVII. Una de las primeras adhesiones, que actualmente hace de entrada al cuerpo principal del edificio, con una escalera en forma de L, se planteó originalmente como un palacio real. Esta idea se abandona definitivamente en 1401, cuando Martí I donó la piedra reservada para tal empresa a la construcción del hospital de la Santa Creu. El espacio lo acabará ocupando la “Botiga nova del General de Catalunya”, llamada hoy en día la sala Pere IV, un espacio especatacular si se quiere organizar un acto y te sobra el dinero para el alquiler.
En la primera mitad del siglo XVI comienza a construirse un baluarte en la parte de poniente, lo que denota la importancia que va tomando el carácter militar de las atarazanas. Un siglo más tarde, mientras se retranquea definitivamente el edificio, se le añaden cuatro naves (una se derrumbaría posteriormente) en la parte de levante, la más cercana a la ciudad. Éstas, serían las últimas naves que permanecerán activas en la construcción de galeras, y como puede observarse en el plano de W. A. Koblinau en 1709 (en las imágenes que acompañan el artículo), si bien el edificio tiene ya un gran tamaño, se denota la multiplicidad de usos y cómo el espacio se había ido sectorizando dada la pérdida de peso relativo de la actividad enteramente productiva.
Tras el traslado definitivo de la construcción naval al arsenal de Cartagena, en el conjunto barcelonés se instaló la Real Fundición de Cañones, institución que provenía de una fundición de bronce de propiedad real y que de cara a la remodelación del ejército pretendida por los Borbones, no disponía de suficiente espacio. Posteriormente, el espacio del edificio sería ocupado por la maestranza de artillería durante el siglo XIX, y como taller de carpintería hasta bien entrado el XX.
La transformación final en el museo que visitamos hoy empieza con las obras de restauración de Adolf Florensa en 1927, quien no solo dirigió el proyecto, sino que convenció al Ayuntamiento de no derribar, como estaba previsto dentro de un plan de ordenamiento y embellecimiento del final de la rambla, una parte importante del arsenal. Florensa, dejaba aislado el edificio y modificó en su proyecto la primera arcada para transformarla en un pórtico, restauró las torres defensivas del siglo XIV (añadiéndole de paso un toque medievalizante en forma de almenas) y derribó la Caserna nova, diseñando el jardín actual del edificio. El nuevo museo abría por primera vez tras la Guerra Civil, en 1941.
El último gran paso en la restauración del conjunto se produce con la aprobación del Plan Director de las Atarazanas Reales, que ha guiado tanto las últimas intervenciones, que han llevado a la definitiva implantación de un contenido museístico de calidad, como las distintas investigaciones arqueológicas que han permitido desechar la idea de que la parte que ocupan las atarazanas en la actualidad es territorio ganado al mar por aportación de tierras, ya que se han encontrado los restos de la necrópolis romana antes mencionados.